6 mar 2011

Regalo de cumpleaños #2

"Smile, though your heart is aching. Smile, even though it’s breaking. When there are clouds in the sky, you’ll get by."

Como todos los días el viejo se despertó temprano. Su esposa dormía en una cama gemela y también se había despertado muy temprano. Desconozco todos los detalles de la rutina diaria de ambos, sólo sé que luego de despertarse, ambos ancianos, permanecían despiertos en sus camas. Aún el día de hoy quisiera saber qué hacían en ese tiempo, nunca supe si rezaban, si pensaban en alguien en especial, si se remontaban a sus años mozos, no lo sé, siempre será un mágico misterio para mí. Recuerdo que alguna vez, uno de los muchos días que pasé con ellos, desperté muy temprano en su casa, por eso lo sé, por eso lo cuento así.

Era extraño, ambos lucían relajados, ella más que él, me atrevería a decir resignados, pero no lo sé. Sin embargo, esto no me asustó, al contrario, me conmovió de una manera especial. Terminado este momento, él se incorporaba y procedía a vestirse para realizar sus actividades diarias. Era tan rutinario el día a día de ellos, que hasta sus vestimentas eran reconocibles para mí.

Él solía usar una camisa o un polo sencillo y un pantalón, éste se sujetaba a su cintura de una correa de cuero negro con una “E” en la hebilla, si era invierno. En verano, la camisa o el polo no variaban, pero sí el pantalón, mas no la hebilla. El pantalón pasaba a ser bermudas o short que permitían afrontar el calor con mayor frescura. Ella, por otro lado, nunca me pareció complicada. Esta evidente simplicidad personal se reflejaba en su forma de vestir. Siempre la recordaré con vestidos de telas floreadas, flores pequeñas, de colores, en un fondo oscuro o claro, sencillo, como ella. Por más que trato de recordarlos de otra manera, para hacer más emocionante el relato, me es difícil, el día a día de ambos era así y sería injusto para ellos decir que fue de otra manera.

Un día normal transcurría sin mayores novedades, el viejo iba a su carpintería, al fondo de su casa, y pasaba el día trabajando en cualquier proyecto, pagado o no, pero siempre ocupado en su pasión. Hacía tanto y lo hacía tan bien, lo más pequeño, lo más grande, lo más fácil y lo más difícil, todo era posible. ¡Qué no hicimos mi hermana y yo en ese espacio! Ella, por otro lado, ya no tenía la energía de años atrás, a diferencia de su esposo, y fue duro para ella reconocerlo.

Fueron muchas las personas que pasaron por su casa para ayudarla en sus quehaceres. Pero ella, orgullosa como siempre, fue la última persona en darse cuenta de su estado actual, los años no pasaban en vano. Lo duro no fue aceptar a una persona que la ayudara, lo duro era aceptar a alguien que no fuera su nuera, una mujer a la que llegó a querer como a una hija, pero esta es otra historia.

Si bien su orgullo se doblegó para aceptar a una desconocida que la ayudara, ese día su orgullo no se doblegaría para pedirle un favor a la joven que la ayudaba entonces. El día transcurría con total normalidad, para todos menos para ella. La mañana y la tarde eran silenciosas, salvo el sonido de la cocina o de algún diálogo aislado entre Verónica, la joven que los acompañaba, y la anciana. Si él estaba en la carpintería hasta que el sol dejaba de iluminar el día, ella pasaba el día entre su sofá rojo de la sala, la banca marrón de la cocina o la silla verde nilo del comedor.

Llegada la noche, él nuevamente se cambiaba. Dejaba su ropa de trabajo y se ponía su ropa de “diario”, recuerdo que ello también era todo un ritual, comenzaba a las 6 de la tarde y culminaba a las 7 aproximadamente. Cuando la pareja se reencontraba, él se sentaba en el sofá rojo más cercano a la puerta de ingreso y ella generalmente se ubicaba a su lado derecho. Verónica se acomodaba en cualquier espacio, en una perezosa, en el sofá rojo grande, a diferencia de los ancianos, no se acomodaba en un sitio fijo.

La “programación” del día era conocida por las personas más cercanas a ambos, en este momento él veía la televisión o leía algún periódico que pudo haber llegado durante el día a la casa. Verónica y la anciana acompañaban el momento, mientras la joven rebozaba vitalidad y veía la televisión. La anciana sólo escuchaba, su vista estaba dañada por la edad y por la enfermedad que la aquejó por mucho tiempo; sin embargo, su oído funcionaba muy bien, a diferencia del viejo que era víctima de sordera en uno de sus oídos, esto no sé bien cuando ocurrió.

Llegado este momento, en uno de esos días especiales, ella, más con pena que con temor, decía:
            -Viejo
            -Uhmmm –murmuró instintivamente para señalar que le prestaba atención.
            -¡Viejo! –le gritó la anciana.
            -¿Qué?
            -Hoy día es miércoles.
            -Ya.
            -¿Es miércoles, no?
            -Sí, ¿qué pasó? ¿Tu pastilla? –preguntó con cierta preocupación.
            -No, ya Verónica me la dio. –comentó ella con cierta incomodidad.
            -¿Ah?
            -Hoy es cumple de mi cholito.

En ese momento, el viejo estalla en carcajadas. Inmediatamente se pone de pie y va a ver el calendario que le regaló el señor de la bodega de la esquina y que cuelga de un espejo que adorna el comedor. Suena el teléfono y Verónica se dirige rápido a contestar, luego de conversar brevemente con el interlocutor llama al viejo que veía atentamente el calendario.
            -¡Don Elesván!
            -¡Eh! –respondió el viejo.
            -Lo llama Carlos.
            -¡Ay mi hijito! –exclamó emocionada la anciana.

Con las energías que no tenía, ella intenta incorporarse. Verónica deja el teléfono en la mesa y va a ayudar a la anciana, mientras tanto el viejo coge el auricular.
            -¿Carlos? … Feliz cumpleaños pues hijo. –le dice el anciano a su nieto.

La anciana, con las fuerzas que no tiene, sigue firme en su camino al teléfono.
            -Sí pues, acá el calendario que recién me avisa. –dice el viejo emocionado entre risas.

Ella llega al teléfono y con las fuerzas que no tiene se adueña del auricular, como lo hacía siempre que hablaba con su nieto.
            -¡Papacito lindo!...
            -¡Abu! –respondí emocionado.

Y así, como ocurre ahora, un par de lágrimas recorrieron mis mejillas.

5 mar 2011

Regalo de cumpleaños #1


Ese primero de octubre fue un pésimo día para mí. No sé bien por qué pero la molestia mía era más que evidente. Era domingo y teníamos que ir a la casa de mis abuelos. Coloco la palabra “teníamos que” a propósito, honestamente, me encantaba ir a su casa, pero ese día estaba tan molesto con todos que no quería saber nada de nadie. Durante el camino, mientras mi papá conducía a la casa de mis abuelos, hablaba conmigo. No recuerdo si me reñía o trataba de hacerme entender que mi molestia estaba mal enfocada, pero recuerdo que algo me decía.

Antes de subir al auto mi papá me había dado un paquete envuelto en un papel de regalo, no quise aceptarlo pero al final acepté, de mala gana, entregarlo. Con muchos años menos, tantos que no recuerdo cuántos, era tierno dar un regalo tan bien forrado acompañado por el abrazo y beso respectivos.

El camino lo conocía de memoria y desde el asiento posterior, en el cual me senté porque estaba muy molesto, veía a través de la ventana el paisaje de casas y árboles que conocía de memoria también. Sólo éramos mi papá y yo en el carro, al menos ese es el recuerdo que tengo yo, lo cual no me sorprende porque días tan especiales como aquellos se celebraban como si de una festividad nacional se tratara.

Llegamos a nuestro destino y mi papá me dio las indicaciones finales. No sé qué pasó pero nuestro ingreso se retrasó, yo sólo esperaba que alguien abriera la puerta para poder entrar y encontrar con qué distraerme, mi molestia aumentaba. El tiempo pasaba y decidí tocar la puerta. La puerta se abrió y lo que dije marcó para siempre los primero de octubre posteriores.

            -¡Toma tu polo! –dije molesto, entregué el regalo de cumpleaños y entré a la casa.

Mi abuelo se sorprendió con mi saludo, recibió el regalo, se quedó en silencio por un momento para luego estallar en carcajadas, riendo de esa manera tan particular que difícilmente podré olvidar. Su reacción me sorprendió mucho, por supuesto más tarde me disculpé con él, previo mea culpa y llamada de atención de mis papás. Sin embargo, el tiempo pasó y cada vez que mi abuelo se acordaba de aquello en alguna conversación, a mí se me caía la cara de vergüenza pero a él el rostro se le iluminaba de alegría.

Nunca le pregunté si ese (in)feliz detalle hizo que aquel cumpleaños fuera el mejor que haya tenido, pero quiero creer que ese fue el mejor cumpleaños que tuvo conmigo.