Cuánta agua ha pasado bajo este puente, tanta que muchas cosas son irreconocibles tras semejante inundación. Cuántos sentimientos encontrados, viajar en una máquina del tiempo para volver a los viejos buenos tiempos, al sol radiante, al trino hueco de los pájaros, al olor a mar, al sonar de la campana. Muchas caras nuevas y pocas, muy pocas, reconocibles, todas ellas grandes seres humanos.
Personas que me emociona recordar y mencionarlas por lo significativas que fueron todas ellas en mi formación. Evaluando aquello que ellos me enseñaron, compartiendo el salón de clases desde la otra vereda, hoy no me senté en una de esas carpetas para ser alumno. Hoy me sentía extraño dentro del aula. ¿Autoridad yo? Miro atrás y me veo sentado en el salón de clases, en la “C”, como siempre y sólo para no perder la costumbre.
La voz de la profesora Marina se deja escuchar a través del pasadizo indiscreto y paso a ser un marinero oyendo el canto de una sirena. No me importa el tiempo transcurrido, quiero estar sentado como un alumno más. Por ella, por el tema de la clase, por querer ser una vez más el de entonces, por la gente, por el espacio, por lo simple que era todo entonces, por el mero hecho de querer recuperar un poco de aquello que perdí cuando me fui de aquel lugar, por los amigos que dejé.
Son muchos los sentimientos que se juntaron cuando volví al barrio, ese barrio que durante nueve años me vio crecer. Quise decirles mucho y apenas pude decirles algo. Creo que pude transmitirles todas esa gratitud que guardo hacia estas grandes personas con quienes me reencontré hoy, no puedo ser ingrato con quienes contribuyeron a ser lo que soy.
Los mejores recuerdos de mi vida escolar están en el San Agustín de Chiclayo, en ese espacio familiar del kilómetro 8 de la carretera a Pimentel. Donde una pileta sin agua te recibe y un águila de Hipona te saluda, donde existe un patio que tiene el honor de no ser utilizado para el recreo y donde una campana se deja oír de cuando en cuando.
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